martes, 14 de mayo de 2019

La chapucería de Trump en realidad refleja las contradicciones del Imperio

La secuela de la película del fallido golpe contra el pueblo venezolano se está convirtiendo en una farsa ridícula pero no por ello graciosa. El asedio y cerco a la embajada de Venezuela en Washington es una chapucería vergonzosa, una clara muestra de cómo el imperio no es capaz de manejar los hilos de un poder planetario que se le escapan de los dedos con cada apriete en sus políticas guerreristas, sea en el comercio con China, en su política agresiva contra Irán o en sus posiciones cerradas con respecto a Corea del Norte.

Policías de Washington intentan
penetrar en la embajada de Venezuela.
(Foto: Partnership for Civil Justice Fund)
Desde hace varios días, activisas de los movimientos sociales estadounidense están tratando de defender la embajada de Caracas en Washington del asedio de grupos afines al títere golpista Juan Guaidó, designado por la administración Trump como "presidente" de Venezuela sin que haya sido elegido por nadie.

Contando con el apoyo del servicio secreto y de la Policía, esos grupos fascistas campean a sus anchas afuera del edificio mientras que los activistas se han refugiado dentro de la embajada, a la que se le ha cortado la luz y el agua como medida de presión para que su personal entregue ese parte del territorio venezolano al enviado de los golpistas a Washington, un individuo de nombre Carlos Veccio, jefe del partido fascista de Guaidó, y a Gustavo Tarre Briceño, designado por los Estados Unidos como "embajador" de Venezuela ante la OEA.

En directa ruptura con la Convención de Viena, el instrumento del orden jurídico internacional que establece la inviolabilidad de las embajadas, la Policía de Washington y el servicio secreto leyeron un comunicado írrito, sin firma ni sello de nadie, en el que se proferían una serie de amenazas contra el personal venezolano y los activistas dentro de la embajada, para que abandonasen el edificio y acto seguido prosiguieron a cortar algunos de los candados de la puerta principal, pero no se atrevieron a entrar y desalojar por la fuerza a los diplomáticos y sus invitados dentro del edificio.

Diversos observadores y conocedores de la política interna de los Estados Unidos valoran que este escándalo es demasiado hasta para las mismas élites de poder en Washington. Sea por el petróleo, sea por el ejemplo de resistencia antiimperialista que Venezuela representa, o sea por el "pecado mortal" de atreverse a desafiar la Doctrina Monroe en América Latina, no faltan en Washington quienes quieran un "cambio de régimen" en Caracas. Pero querer no es poder, y de hecho, lo cierto es que no han podido a pesar de llevar más de 20 años intentándolo por todos los medios excepto por una invasión militar directa.

El Gobierno Bolivariano sigue en pie, con una mayoría social y política organizada que lo defiende y con control absoluto de su territorio y de sus instituciones. Tal es así que la administración Trump no hecho sino ir de ridículo en ridículo desde el mes de enero cuando reconoció al autodenominado Guaidó como "presidente encargado" de Venezuela. Amenazó con hacer entrar a territorio venezolano unos camiones con supuesta ayuda humanitaria desde la frontera con Colombia para apoyar la "revuelta popular" de Guaidó y todo resultó un rotundo fracaso, incluyendo un concierto de rock con estrellas tarifadas desde Colombia.

Unos meses después, a finales de abril, el ridículo fue aún mayor cuando todo salió mal y el intento de combinar la liberación de otro compañero de partido de Guaidó, el fascista Leopoldo López con la movilización de un pequeño número de militares, casi todos engañados, no resultó en la batalla campal esperada en Caracas y todos los conspiradores terminaron huyendo a sus respectivas embajadas, dejando así en evidencia al Gobierno de los Estados Unidos y a un grupo de Gobiernos latinoamericanos y europeos que apoyaron la asonada.

El actual triste sainete que ejecutan los Estados Unidos en torno a la embajada venezolana en Washington es una continuación de ese rosario de fracasos que ha acumulado en su política de "cambio de régimen" en el país bolivariano.

Por el momento, el imperio, con la complicidad del complejo mediático occidental, se han cuidado muy bien de ponerle la tapa a todo para que no lo noten demasiado las audiencias globales, aturdidas por la taza de café mostrada la última edición de la serie Game of Thrones o atascada en las discusiones sobre por qué perdió el Barça cuando debía haber ganado su último partido en la Champions League, pero es imposible engañar a todo el mundo con el tiempo.

Es imposible ya ocultar la frustración de Donald Trump con los fiascos acumulados por la verborrea belicista y cavernaria de su consejero nacional de Seguridad John Bolton o la del terrorista de Estado condenado por su participación en el escándalo Irán-Contras, Elliot Abrahams. Romper con el derecho internacional de esa manera tan burda es algo que se puede convertir en un boomerang contra los propios Estados Unidos y desembocar en una nueva crisis en cualquier lugar del mundo como la que tuvo lugar en 1981 en Irán, cuando grupos de estudiantes revolucionarios tomaron como rehenes a 66 diplomáticos estadoundenses por casi un año. Hay maneras de hacer las cosas, aún para los Estados Unidos, país de por sí no muy preocupado por cuestiones de etiqueta.

Tras el fiasco del fallido intento de golpe en Caracas, Donald Trump y el presidente ruso Vladimir Putin tuvieron una "larga conversación". Se dijo que hablaron sobre Corea del Norte, China y otros temas de trascendencia mundial, pero todo el mundo sabe que el plato fuerte de la discusión fue Venezuela. Más allá de la retórica de los Bolton y de los Abrahams, Trump recibió el mensaje claro de que se olvide de invadir Venezuela porque será recibido por una respuesta de Rusia y de China.

En medio de la algarabía antivenezolana, y del escalamiento de la guerra comercial contra China, Corea del Norte "aprovecha" para hacer otra prueba con sus misiles nucleares y recordarle a Trump que no es una muy buena idea dar marcha atrás a las conversaciones que ambos países venían sosteniendo. Por otro lado, Irán no parece inmutarse ante el escalamiento de las sanciones de Washington, y todo eso no hace sino aumentar las tensiones entre los Estados Unidos y una Unión Europea cada vez más preocupada por las consecuencias que para ella pueda tener la política estadounidense.

Un poco de la misma manera que George W. Bush hace casi dos décadas, la administración Trump parece cada día más empecinada en abrir nuevos frentes de confrontación en todo el mundo. No lo hace por incapacidad, sino porque debe conducir un imperio que enfrenta una serie de problemas imposibles de resolver sin un cambio drástico de prioridades y de objetivos.

La única salida para que el imperio logre manejar lo mejor posible la irremisible pérdida de influencia e integridad a la que está siendo sometido habría sido el haberse preparado para ella desde hace mucho tiempo, pero como desde hace ya casi 50 años, cuando en 1971 de decidió a soltar para siempre la paridad del dólar con el oro echando a andar la máquina de imprimir dinero, se ató hasta la muerte a una dinámica dictada por la banca y el capital especulativo.

Por eso desde entonces a esta parte ha estado imposibilitado a hacer otra cosa que variantes de lo mismo: Privatizaciones, más privatizaciones, guerras, privatizaciones y más guerras. A cada vuelta de la tuerca, la historia del imperio se parece a una farsa cada vez más grotesca de sí misma. Si no fuera porque los que sufren esas farsas son los pueblos del mundo, sería cómica.