lunes, 23 de marzo de 2020
¿El coronavirus, un arma de guerra?
Por Jorge Capelán.
¿Es el coronavirus un arma biológica? Es un debate muy interesante y no debe ser desechado como una simple teoría de la conspiración. Después de todo, los Estados Unidos en el último siglo se han destacado por cruzar a cada rato la frontera de lo que se considera éticamente imposible.
Solo unos pocos ejemplos bastan: El uso de bombas atómicas contra una población civil (casos de Hiroshima y Nagasaki), y la inoculación con sífilis de miles ciudadanos guatemaltecos en un experimento realizado entre 1946 y 1948 (hecho que reconoció recién 62 años después, el año 2010). En Nicaragua no podemos olvidar la introducción del dengue en la década de los años 80 como parte de la guerra de la administración Reagan contra nuestro pueblo.
Sin embargo, en estas circunstancias en las que estamos enfrentando directamente el problema de la pandemia del Covid-19 cabe preguntarse si la hipótesis de un acto deliberado de terrorismo de Estado es una línea fructífera de razonamiento o en realidad solo agrega una buena dosis de espectáculo macabro a un panorama ya de por sí dramático.
Recordemos la Navaja de Ockham, uno de los pilares del razonamiento científico, según el cual entre varias explicaciones distintas de un fenómeno hay que preferir la más sencilla.
Eso no quiere decir que siempre las explicaciones sencillas den en el clavo, pero sí implica que entre más cosas inciertas debamos suponer en una explicación, más probable será que supongamos mal y que lleguemos a una conclusión errónea.
Tomando en cuenta lo anterior, se debe agregar que la pandemia del Covid-19 no necesita de un acto de terrorismo de Estado para ser comprendida en lo esencial, porque pandemias ha habido muchas, y muy mortíferas, en toda la historia humana.
Podría haber habido un acto de terrorismo de Estado tras la pandemia, pero lo que la hace tan destructiva son la globalización y el neoliberalismo, en especial la privatización de la salud, así como también todas las políticas de austeridad y de financiarización del mundo que terminaron por poner a prueba la capacidad de resistencia de países enteros, evidenciando dos cosas: la fragilidad de sus defensas y su enorme dependencia del exterior.
En otras palabras, la pandemia se pudo haber desarrollado con o sin acto de terrorismo de Estado. Los enormes desequilibrios provocados por el sistema capitalista occidental hacían predecible una gran crisis desde mucho antes del brote de coronavirus en la provincia de Wuhan a inicios de este año. A fines del año pasado esto era más que evidente, aunque en ese momento tal vez lo que más se avizoraba era una gran crisis financiera o ambiental, o incluso el estallido de una guerra mundial.
Ciertamente, que si se descubriera que la pandemia ha sido producto de un acto deliberado eso sería un crimen gravísimo que se suma a otros crímenes muy graves de los que hemos sido testigos los últimos días, como las ruedas de prensa de Donald Trump negando la seriedad de la amenaza, e incluso prometiendo que el coronavirus "desaparecería como un milagro".
Pero esos escándalos son secundarios ante el verdadero escándalo socioeconómico de un sistema que vive de inflar cada vez mayores burbujas especulativas en una espiral improductiva de injusticia, depredación ambiental, violencia y guerra y que se muestra incapaz de enfrentar una epidemia más de las muchas que a lo largo de la historia humana se han encargado de poner a prueba la resiliencia de la especie. China, con otra lógica económica y social, fue capaz de contener y controlar al coronavirus, pero los sistemas de salud de Europa Occidental y Norteamérica se vinieron abajo como castillo de naipes.
La burbuja estaba a punto de reventar, el coronavirus fue tan solo la aguja que la perforó.
Conspiraciones, de que las hay, las hay, pero los procesos sociales a escala planetaria son producto de enormes fuerzas históricas y de la acción, más o menos consciente, a menudo totalmente inconsciente, de millones de personas.
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