Por Fabrizio Casari, Visión Sandinista.
Intentos de golpe de Estado disfrazados en Brasil, Bolivia y Perú, sanciones a Nicaragua, amenazas de invasión en Haití. Este es el sombrío y preocupante panorama que ha surgido en las últimas semanas en América Latina. El golpe expresa la actitud de Estados Unidos hacia el continente, que se encuentra en medio de una transición que ve cómo la derecha reaccionaria deja los gobiernos de algunos países clave para el orden geopolítico latinoamericano a la centroizquierda.
Se habla mucho de que el continente gira a la izquierda, pero ¿es realmente así? Comencemos por decir que América Latina no es un lugar ajeno a la dinámica general planetaria y, aunque muchas veces ha representado la punta más avanzada de los procesos de liberación (así como los de opresión), ciertamente no es inmune a la abdicación general de los procesos revolucionarios que se produjo después de 1989, cuando la derrota del campo socialista permitió al sistema unipolar de pensamiento único construir un Orden Mundial a la medida del monetarismo, aplicado en el terreno del capitalismo sin capital.
La reducción de la radicalidad de los principios y la inversión del sentido común han ido de la mano con la de los términos. Las antiguas identidades reaccionaria y revolucionaria se han ajustado a una dialéctica más cool entre conservadores y progresistas. Las dos direcciones ideales diferentes se convirtieron en dos opciones compatibles, en algunos aspectos incluso superpuestas. La alternativa ha sido sustituida por la alternancia, y al desaparecer la lectura de la historia como un conflicto irreconciliable entre las clases, se ha impuesto la más confortable reconciliación. Pero hay una especificidad contextual que no debe subestimarse y que ha contribuido a que la América Latina de Fidel, Chávez y Daniel sea un continente que no ha conocido la abjuración, quizá el reposicionamiento.
La historia de América Latina no puede desligarse de la de Estados Unidos, porque el subcontinente ha vivido a lo largo de su historia como telón de fondo el choque entre la independencia y la anexión. Demasiado importante e intrusivo el papel de Estados Unidos en el continente, lo que hizo que el modelo de relaciones con cada país y con todo el continente en su conjunto fuera un hecho ineludible para la construcción de los modelos sociales y políticos que se alternaron. Experiencias revolucionarias y reformistas, victorias de la derecha, victorias electorales de la izquierda anticapitalista, intentos de golpes y derrotas electorales de las derechas vinculadas al capital internacional y al latifundio local.
En esta sucesión de dinámicas opuestas, han madurado modelos de identidad política -también por el efecto emulativo hacia EEUU y Europa- que tienen poco que ver con la historia del continente y mucho con su subordinación cultural. Y es precisamente en la relación entre el continente latinoamericano y Estados Unidos donde se juega también parte del juego entre las dos izquierdas, la incompatible y la compatible.
La izquierda y sus recetas
Existen al menos tres identidades políticas diferentes dentro de la amplia izquierda. Uno, revolucionario, atacado pero indomable, vive y gobierna en Nicaragua, Venezuela y Cuba. Es una izquierda nacida en procesos revolucionarios, que primero ganó y luego defendió. Es alternativa en términos ideológicos y programáticos, en la política interior e internacional. Pone en primer plano la crítica del sistema capitalista y su incompatibilidad conceptual, no sólo práctica, con una sociedad equitativa.
Su perfil ideológico tiene como eje central el papel del Estado como sujeto político general, regulador del mercado y sus distorsiones; cree en un orden socioeconómico que prefigura la superación del capitalismo y en un modelo de economía mixta de carácter socialista. Considera el papel del partido como vanguardia de la sociedad y, teniendo en cuenta el carácter subversivo de las clases dominantes vinculadas a la dominación estadounidense, organiza la defensa del terreno político e institucional teniendo el monopolio de la fuerza.
Construye su política exterior sobre la base de los intereses nacionales y tiene en la solidaridad internacionalista y la unidad del continente la interpretación de la cooperación e integración regional. Cree, en este sentido, en la utilidad de las instituciones continentales para la libertad y la igualdad, desprovistas de la presencia de EEUU y Canadá y destinadas a superar definitivamente a la OEA y a todos los demás organismos formados y dirigidos por la Casa Blanca como instrumento de control político sobre el subcontinente.
Denuncia y combate la política de opresión estadounidense ejercida por todos los medios, y resiste y se solidariza con las víctimas de la desestabilización permanente, es decir, los países que no obedecen al imperio que afirma su propia libertad destruyendo la de los demás. Luego hay otra alineación, un conjunto compuesto por dos subconjuntos que, en términos de formación y perspectivas, aunque diferentes, tienden a proceder en armonía.
La izquierda ligera no es, de hecho, un bloque político, es una realidad heterogénea con diferentes acentos y perfiles distintos. Está el reformista con un perfil ideológico cercano a las socialdemocracias europeas de finales del siglo XX, que involucra a Bolivia, Honduras y Brasil. Tiene un perfil reformista y trabaja por un reequilibrio social en los respectivos países y por la independencia de Estados Unidos, al que, sin embargo, reconoce un papel preeminente en la geopolítica continental. Considera útil un diálogo permanente con la izquierda alternativa y cree que puede servir de aglutinante entre las distintas expresiones progresistas y socialistas. Por último, está el polo progresista con tracción democrática: México, Argentina, Colombia, Perú, Chile.
Generalizando, podemos configurarlo como un polo liberal en economía y progresista en derechos civiles. Su perfil ideal contempla el papel del Estado como ordenador de la organización social, pero absteniéndose de cualquier intervención en la economía. Cree que el mercado se regula a sí mismo y, abogando por la reforma del capitalismo monetarista, defiende su aplicación light, es decir, una gestión diferente de los flujos de gasto que permita un mayor bienestar social. La izquierda-light propone el tipo de izquierda que más le gusta a la derecha: no cuestiona el sistema político, sino que se manifiesta como una versión importada del progresismo de los derechos civiles.
No cuestiona la ausencia de derechos sociales para no socavar la estructura de la dependencia, y quiere importar un modelo de socialdemocracia que, por su propia naturaleza, exalta el fortalecimiento de la clase media, vista también como un motor socioeconómico y cultural situado en el centro: una palanca decisiva para el equilibrio del sistema político que casi siempre pretende ser bipolar o incluso bipartidista.
Pero la realidad no es una mercancía que se pueda importar. En un continente en el que la polarización política y la brecha social experimentan una división inexplicable, identificarse con un modelo social nacido en otra fase de la historia, en otros continentes y para otros modelos de sociedad, es una mala ingeniería política. Entre otras cosas, crea condiciones frágiles para la construcción política, desarma y hace irrelevantes a los partidos y a los sindicatos, debilita los cuerpos intermedios y da mayor libertad de maniobra a las fuerzas del deep state, el Estado profundo. Su receta económica esboza un progresismo modesto y cobarde que, ante un continente marcado por una inmensa zona de pobreza y una riqueza insultante para el latifundio especulativo, señala una forma civilizada y atemperada de turbo-liberalismo monetario como la salida a la que aspirar y piensa que la cuestión es simplemente cambiar un grupo dirigente por otro, alternar a los todopoderosos y no cambiar de rumbo.
Su relación con Estados Unidos no es de confrontación, sino de negociación: pretende cogobernar con Washington.
Su relación con el gigante del Norte se consuma en el intercambio entre la posibilidad de permanecer en el poder a cambio de convertirse en los acusadores de la izquierda en la que militaban antes de sentir la comodidad del dinero; se les permite de representar una alternativa a los gobiernos de derecha, siempre que sea sólo aparente. Progresismo charlatán. No hay un paradigma socioeconómico y cultural diferente si la mayoría de las alternativas resultan ser alternancias.
Esta izquierda caviar no molesta a los sacerdotes del imperio, porque se diferencia de la derecha más en las formas que en las prioridades y los retos. Al proponer la prevalencia de los derechos civiles en detrimento de los derechos sociales, encarna la doctrina liberal histórica y no el socialismo como método de búsqueda y transformación de la realidad. Una realidad que se quiere mejorar, no subvertir, porque cambia el orden capitalista por el orden natural. Entre los mejores ejemplos de este concentrado de ambigüedad, que al final anuncia cambiar todo para no cambiar nada, están algunos como el presidente chileno Boric y el ex-presidente uruguayo Pepe Mujica, que encarnan un modelo de liderazgo que ha privatizado la agenda histórica de la izquierda. A ellos se suman AMLO, Petro y Castillo, que, como Boric, miran a Nicaragua para no sentir repulsión al mirar a sus propios países.
Critican al Comandante Ortega porque gobierna y logra lo que ellos antes soñaban y ahora no pueden lograr. Si Mujica representa la izquierda que complace a la derecha, las reiteradas polémicas de Boric hacia Nicaragua y Venezuela indican la profundidad humana y política de un diseño que, en lugar de combatir la opresión del Norte, opta por buscar sus enemigos entre los liberados del Sur. Ponerse a disposición para atacar políticamente a Cuba, Nicaragua y Venezuela, además de retratar plenamente su servidumbre al imperio y sus objetivos políticos, ofrece una imagen de cobardía política porque, en lugar de solidarizarse con los pueblos y países del continente, opta por golpearlos aumentando exponencialmente su (teórico) aislamiento, favoreciendo así el cerco de Washington.
En definitiva, la ausencia de una idea de unidad del continente latinoamericano, la falta de voluntad ante la perspectiva de la Patria Grande que soñó Simón Bolívar, y la reiteración de la subcultura malinchista, auténtica puerta sensorial de la genuflexión política y económica hacia el imperio, se exhiben con desparpajo. ¿Diferente o alternativa? Se habla mucho de la diversidad de los regímenes chilenos o argentinos a partir de su propio pasado. Pero ser diferente no significa ser alternativo.
Nunca hay que confundir un cambio con una transformación: un cambio es un acontecimiento que se consuma, mientras que una transformación es un trabajo diario a largo plazo. Ganar las elecciones no significa ganar el poder. Cambiar el gobierno no significa cambiar el sistema. Para ser alternativa, hay que prefigurar una sociedad completamente diferente, cambiar las relaciones de poder entre las clases, reducir el peso de los poderes financieros y militares que siempre han condicionado el desarrollo y la democracia. Ganar las elecciones es útil si la correlación de fuerzas cambia, de lo contrario se cambiará a los que quieren cambiar.
Mantener las diferencias y transformarlas en una suma de fuerzas es posible si la parte moderada del progresismo deja de confundir aliados con enemigos. Si deja de ver los procesos revolucionarios como una amenaza en lugar de una ventaja. Si se niega a abjurar de quienes defienden los principios de equidad y justicia social, independencia y soberanía nacional. Si se convierte en un actor de solidaridad y apoyo mutuo. Si deja de creer que su pobreza es culpa de los más pobres y no de los más ricos.
Si deja de querer ser una planta económica para otros y se convierte en un árbol en su propio jardín. Por el contrario, debería apoyar la unidad latinoamericana, indiferente a los diferentes enfoques políticos, unida en sus demandas y cohesionada en su relación con Estados Unidos y Europa. No sólo es correcto, sino que también es conveniente que sea corto y largo. Hay que aprovechar la extraordinaria centralidad del subcontinente, que tiene todos los recursos que el Norte necesita.
Por eso debe orientar su brújula hacia el Sur si quiere tratar en igualdad de condiciones con el Norte. Cambiar la rendición por la victoria es una ilusión peligrosa. Cambiar la solidaridad de los hermanos por la benevolencia de los verdugos es una estupidez, incluso antes de ser un error.